El Tesoro de los Siete Obispos, Las Antillas, Colón y el Descubrimiento de América
El
Tesoro de los Siete Obispos, Las Antillas, Colón y el Descubrimiento de América
Enrique
E. Batista J., Ph. D.
https://paideianueva.blogspot.com/
Así ocurrió que en
la Edad Media, en 711, los Moros con su religión musulmana se tomaron victoriosos
la península ibérica. Defendiendo su fe y la prolongación de ella en el tiempo
muchos peninsulares decidieron ponerse a salvo a sí mismos y a la fe católica
frente a los invasores sarracenos. Siete obispos buscaron nuevos mundos con un número apreciable de fieles, varones y
mujeres, que los siguieron.
Bien se relata en la historia que esos
siete obispos estaban a la vez cansados de su vida monacal y de acumular
grandes riquezas, las que habían obtenido mediante óbolos, herencias de
piadosas almas, diezmos y trabajo esclavo de sus fieles. Dado el acontecimiento
histórico, tomaron la oportunidad para alejarse del mundanal ruido europeo, de
las bajas pasiones y de los sarracenos invasores. Se embarcaron para navegar
hacia unas islas más allá de El Peñón de Gibraltar o de las “Columnas de Hércules”, esas que
separan en un estrecho al Mar Mediterráneo del Océano Atlántico y a África de Europa.
Decidieron los siete obispos navegar hacia las
islas que, según persistentes relatos de
algunos viajeros, aseguraban la existencia de ellas. Por largo tiempo la
búsqueda de estas estuvo limitada por la inveterada creencia trasmitida por
generaciones de que más allá de lo que marcaba el horizonte estaba la
perdición. Algunos relataban que al llegar al horizonte el mar se despeñaba en
una muy profunda catarata que significaba la desaparición y muerte de todos los
que osaran comprobar la certeza de la creencia. Así mismo, existía un miedo
penetrante e intenso a los dragones y a otras imaginadas fieras malignas que
abundaban en los mares y que se tragaban sin misericordia alguna a todo aquel
que no fuese cristiano bautizado y a los que siéndolo se encontrase en pecado. Convencieron
los siete obispos a marineros ofreciéndoles bienaventuranzas y el goce de la
dicha eterna. Empacaron todo el oro que habían acumulado más otras riquezas
representadas en finísimas joyas que
sólo los poderosos reyes, muy pocos cortesanos y obispos podían tener.
Sin embargo, confiando en la divina gracia
y alentados por los ruegos al Creador y sintiéndose protegidos por su fe, la que
los iba a salvar en esa aventura marina porque estarían lejos, muy lejos de la lujuria
y avaricia de quienes quisieran sus tesoros y también de los invasores con
otras creencias religiosas. Convencidos de que la lujuria es un pecado mortal los que se atreviesen a
seguirlos serían devorados por las indomables y nada piadosas fieras del mar. Uno de los obispos, magister en nigromancia,
encantó a las islas para que no fuesen
visibles a nadie sino cuando en la península
se reimplantara “nuestra buena fe católica”. Se relata que los
intrusos podían ver a las aves pero no a las islas.
Cada
uno de los siete obispos fundó una ciudad donde sus habitantes vivieron en
prosperidad con la riqueza que llevaron y con la que encontraron en abundancia
en las nuevas tierras bendecidas por la
fe cristiana. Se dice que una tercera parte de las arenas del mar
era de puro oro. Quemaron los barcos para que nadie pudiera
regresar a sus santas tierras conquistadas por los sarracenos. https://rb.gy/jmggaj
Se embarcaron en su odisea, como antes lo
había hecho Ulises. Dejaron noticia de adonde iban y rogaron que nadie osara
buscarlos porque sufrirían el castigo
divino debido a que la riqueza que llevaban la habían obtenido en el ejercicio
de santos y divinos oficios. Sin embargo, la noticia permaneció y la avaricia y
lascivia llevó a muchos a realizar emprendimientos, que resultaron todos inútiles,
para llegar a las islas y arrebatarle
los tesoros a cada uno de los siete
obispos. También se hizo evidente en las agallas y osadías de muchos que la
isla inmensa en la que se instalaron, llena de riquezas, era la misma Atlántida,
la que el gran Platón había descrito con precisión y que seguramente se
encontraba más allá de las “Columnas de Hércules”.
Las islas
estaban en medio del océano ahí donde hoy están las Antillas, las mismas a las
que muchos años después llegó Cristóbal Colón con sus tres carabelas. Los fantásticos
relatos decían que eran inmensas por lo que les ofrecía a los siete obispos la seguridad
de poder gozar de sus tesoros y seguir acumulando muchos más porque las islas
tenían montañas que eran de oro y estaban llenas de manantiales que brotaban
con aguas de color argento, que no eran más que la cantidad de plata que traían
de la profundidad de la tierra la cual era tomada y acumulada por los
afortunados humanos que acompañaron a los obispos. Los ríos en sus apacibles corrientes
arrastraban una cantidad de metales valiosos que los europeos no conocían, mientras
que en las mismas orillas del mar se podían encontrar las más bellas perlas que
jamás habían sido vistas encontradas en inmensas ostras que la bajamar dejaba
atascadas en las playas o en las raíces de los manglares.
Se ha dicho que la pertinaz, obstinada y compulsiva insistencia de Cristóbal Colón en hacer el
viaje por el océano Atlántico hacia la India por el oeste en lugar de
circunvalar el Cabo de La Buena Esperanza en el sur de África se debía a
su convicción de que navegando hacia el oeste encontraría las islas inmensas
llenas no sólo de los tesoros de los siete obispos sino de la riqueza que
manaba de la misma tierra de ríos, montañas e incluso de árboles que tenían
troncos que brillaban en oro y hojas de plata como si la misma naturaleza
hiciera finos trabajos de filigrana.
Lo que Colón salió a buscar fueron las islas que en las leyendas se llamaban “Antillas”.
En efecto, se sabe que él consultó al cosmógrafo Paolo
dal Pozzo Toscanelli
sobre la viabilidad de un viaje marítimo hacia el occidente; éste le respondió con copia de carta que le había entregado a
otro navegante aventurero. En ella pudo leer Colón: “De la isla de Antillana
que usted la llama las Siete Ciudades, de la que usted tiene conocimiento,
hay diez espacios (unos 4000 kilómetros)
a la más noble isla de Cipango” (Japón). (https://rb.gy/up7rdw).
Como se ve, las Antillas
existieron en los mapas mucho antes de que Colón saliera a encontrarlas. En un
mapa de comienzos de los 1400 un señor
de nombre Zuane (o Giovanni) Pizzigano, de quien no se sabe mucho sólo que era
de la península itálica lo mismo que Colón, usó el término “Antillia”
para referirse, sin más precisión, a un conjunto de islas que estaban hacia el
occidente muchos más allá de las costas del Océano Atlántico europeo. Algunos
señalan que el nombre proviene del portugués “ante-ilha” (“isla opuesta”)
basado en la creencia de que estaba exactamente en el lado opuesto a Portugal
(o sea, su antípoda), otros señalan que proviene del latín “ante-i(n)s(u)la”
(así, Antilla = ante isla) para referirse a una isla que se encontraría antes de llegar a Cipango. (https://rb.gy/2esmbd, https://rb.gy/cvnjjy).
El mapa de Pizzigano, con islas
ciertas y otras propias de lo mítico, sólo fue descubierto en 1953, en medio de
una inmensa colección de mapas de un conocido cartógrafo, tiene anotaciones en
veneciano y en portugués. En el mapa hay cuatro islas, dos de ellas inmensas de
forma rectangular, a una la llamó la llamó
la “Antilla Roja” y a la
otra “Satanagio”.
Se cree que Cristóbal Colón conoció bien este
mapa en el cual fundamentó su certeza de encontrar un camino más directo al
oriente de Asia. A partir de Pizzigano
la fantasía mítica identificó a sus islas como
el lugar donde se habían asentado los siete obispos con sus riquezas,
razón por la cual, a una de ellas se le llamó la “Isla de las Siete Ciudades”.
No es de extrañar que el conquistador Ponce de León haya llamado “Puerto
Rico” a la isla Borinquen, una de las islas antillanas, de forma
rectangular.
El tesoro de los siete obispos todavía no se ha
encontrado. Desde antes de los viajes de Colón reyes de Portugal incitaron a
sus marineros a realizar expediciones para encontrar las “Siete Ciudades”
y regresar con el tesoro de los siete
obispos. Cristóbal Colón no buscaba especies en el lejano oriente, para darle sabor a las insípidas comidas de los reyes y
cortesanos, sino esas riquezas que
trajeron las obispos ancladas todavía en recóndito lugar en algún lugar de las
Antillas. Colón zarpó fue en búsqueda de las “Siete Ciudades”.
Las huellas de esas míticas
ciudades se han buscado por todo el Caribe, no solo en las islas antillanas,
sino también en las costas de Brasil, Ecuador, Colombia y Perú, pero también en
la Florida y tan al norte como en las islas de Nueva Escocia y Terranova en
Canadá.
No se han encontrado los tesoros de las “Siete
Ciudades” de los siete obispos. Para
quienes insisten en encontrarlos deben saber que el obispo magister en
nigromancia nunca levantó el sortilegio.
Sus islas y sus tesoros no son visibles, sólo se puede observar el elegante
vuelo de las aves sobre lo ancho y largo
del azul y paradisiaco Mar Caribe.
Se ha olvidado que el nigromante obispo con su embrujo dijo
que las islas serían visibles a los
humanos sólo cuando en la península
se reimplantara “nuestra buena fe católica”. Parece que desde
que los invasores árabes fueron
expulsados de la península, hace ya varios siglos, esa “buena fe católica”
todavía no se ha reimplantado.
¿Cuándo será?
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