El Escritor Como el Ciego Cantor Pinta lo que no Ve
El
Escritor Como el Ciego Cantor Pinta lo que no Ve
Enrique E. Batista J., Ph. D.
https://paideianueva.blogspot.com/
«¡Viva la paz, viva
la paz!» -Luis Carlos López
Recuerdo que en este mes de octubre hace 70
años falleció el poeta Luis Carlos López apopado el «Tuerto», cuando en realidad
era bisojo. Su estrabismo fue una ventaja. Con sus ojos podía leer y comunicar
la realidad vivida en su ciudad nativa, esa realidad a la que la gente se habitúa
y no ve aunque tengan dos ojos bien puestos con visión 20/20. Videntes ciegos
que no ven o no quieren ver, o solo ven lo que por apariencia les conviene. Con
metáfora, que bien lo describe, Luis Carlos López no veía doble su circundante
mundo, ese mundo que fue el noble rincón de sus abuelos, una ciudad amurallada a
la que le había pasado su era de folletín.
Luis Carlos López era capaz de retratar la vida cotidiana, de
copiarla y divulgarla, con el poder que da la palabra, con suma fidelidad en
una, dos, tres y hasta en cuatro dimensiones. Eran sutiles, pero precisas sus ironías
sobre lo que bien veía en su tierra natal, aquella que fue heroica en tiempos
coloniales cuando el aceite llegaba en botijuelas. Fueron estampas
policromáticas de su ciudad expresadas en
bellos versos recorridos de fino humor, ironías, sarcasmos y elegantes
metáforas. Les recordaba a todos que la gloria y el heroísmo de sus habitantes
estaban anclados en el pasado y que consentían con su ceguera a gobernantes que
eran una caterva de pendejos. (Un buen texto con la vida y obra literaria de
Luis Carlos López el lector la encuentra aquí: https://rb.gy/rhk9wl).
La riqueza de su versión narrativa la expresó
Luis Carlos López en versos simples, pero de alta y profunda significación, lo que
permitía a todos sus lectores recitarlos en distintos ambientes, en las
escuelas, colegios, universidades, en las tertulias y en improvisados atriles
callejeros a voz limpia antes de que llegaran los micrófonos y parlantes. Llegó por ello a ser el ciudadano más
reconocido en la ciudad y el orgullo de todos. Recibió en compensación por sus escritos una bella,
emblemática y muy singular escultura en un
sitio privilegiado en Cartagena de Indias, esa a la que cantó con mágicas
palabras sobre añoranzas inútiles de tiempos idos:
Pues ya pasó, ciudad
amurallada,
tu edad de folletín... Las carabelas
se fueron para siempre de tu rada...
¡ya no viene el aceite en botijuelas!
Parece ser que un designio divino otorga a las
personas que padecen algún desorden o trastorno visual la capacidad de usar el
poder de la palabra para mostrar la riqueza interior que inunda sus intransigentes
almas y corazones, lo que les permite compensar sus aparentes limitaciones
físicas que no son intelectuales o espirituales. Se apoyan ellos en el don
supremo que es el poder de la palabra, ya que con la palabra se ve y se siente lo
que los ojos no ven o no quieren ver. Con la filigrana, ya poética ya en prosa, pueden urdir y tejer con finura y
para gozo de quienes los leen o escuchan los más bellos textos. Sus
composiciones siguen reverberando en el espacio como ecos testigos de magistrales logros. Ecos que
aseguran la eternidad de la palabra y del discurso bien urdido.
El «Tuerto» López miraba y veía más que
los demás porque las palabras ven y dejan ver. La gente le reconoció la
fortaleza que da el poder de la palabra y en especial la manera en que ella
puede enriquecer la percepción y la visión por todos de la cruda realidad. Con
algo de sarcasmo e ironía se burló de algunos poniendo de por medio su propia
condición de bisojo y de medio cínico representándose como carcajeante
guacamayo en el poema que el llamó «Fabulita»:
«¡Viva la paz, viva la paz!» …
Así
trinaba alegremente un colibrí
sentimental, sencillo,
de flor en flor…
Y el pobre pajarillo
trinaba tan feliz sobre el anillo
feroz de una culebra mapaná.
Mientras que en un papayo
reía gravemente un guacamayo
bisojo y medio cínico:
—¡Cua cua!
De otro muy reconocido juglar, Leandro Díaz, ciego de nacimiento, se
dijo que escribía con los ojos del alma. Fue este ciego aedo quien dijo: «Sé
que existe el sol porque me quema», el mismo que prestó el epígrafe a «El
Amor en los Tiempos del Cólera»: «En adelanto van estos lugares/Ya
tienen su diosa coronada».
Y con la fortaleza y belleza de sus hilvanadas palabras, las que le salían de alma y el corazón que sí
veían, escribió y cantó a «Matilde Elina»:
Un mediodía que estuve pensando
en la mujer que me hacía soñar.
Las aguas claras del Río Tocaimo
me dieron fuerzas para cantar.
Llegó de pronto a mi pensamiento
esa bella melodía.
Este sentimiento se hizo más grande
que palpitaba mi corazón:
El bello canto de los turpiales
me acompañaba esta canción,
canción del alma, canción querida
que para mí fue sublime.
El extraordinario bardo Adolfo Pacheco, cantor pleno de superior
lirismo, recordó con precisión en uno de sus cantos, «El Pintor», que
Leandro Díaz, a pesar de ser ciego «pinta lo que no ve». El mismo
Pacheco como poeta, en representación de todos los vates, se considera el mejor
pintor:
Saco cuadros del
folklor
y de la naturaleza
pinto negra la
tristeza
la acuarela del
dolor.
Y pinto al óleo el
amor
sin pincel y sin
paleta
buscando como el
poeta
la armonía en el
color.
Desde la más tierna edad se descubre el poder
de las palabras como ese niño de primer grado escolar que en sus primeros microrrelatos,
con la magia de sus recién aprendidas palabras, pinta con ellas la inexplorada
belleza de las sombras del desierto, esa belleza que en la aridez muchos
no ven.
Domina tu idioma, usa tu lengua para esculpir
bellas emociones. Enriquece tu
vocabulario cada día, te dará riqueza interior para vivir, gozar y amar. Amar a
los demás, amar a la humanidad, amarte a ti mismo. La palabra sustenta el
humano amor, el pasional, el fraternal,
el filial y el ágape o amor puro e incondicional. La palabra construye el amor y pone énfasis en el bien vivir con los demás.
Las palabras nos permiten construir
nuestro sentido humano para ser seres sociables, para vivir en armonía y en paz, con todos y con la naturaleza. La
palabra es, por la vía de oración y la plegaria, el invaluable e
insustituible recurso para la
comunicación con el Ser Supremo.
Pinta las palabras con los colores que desees,
píntalas para descubrir el poder mágico que ellas encierran. Hay un tesoro encerrado
en cada una de ellas y juntas te permiten ver y recrear mundos llenos de
alegría.
Pinta las nubes con los
colores del arco iris porque así de bellas serán tus expresiones de afecto. Deja que también ellas, las nubes, se
conviertan en tu instrumento de comunicación tal como alguna vez lo hicieron
comunidades nativas con sus señales de humo lanzadas al aire.
Gustavo Adolfo Bécquer, el autor de «Rimas y
Leyendas», en la rima XXXVIII escribió:
¡Los
suspiros son aire y van al aire!
¡Las
lágrimas son agua y van al mar!
Dime,
mujer, cuando el amor se olvida
¿sabes
tú adónde va?
Rima que después la retomó Willie Colón y la
insertó en un rítmico canto de salsa titulado «Gitana». Cantó:
Las palabras son
de aire y van al aire
Mis lágrimas son agua y van al mar
Cuando un amor se muere
¿Sabes chiquita a dónde va?
Las palabras son de aire y
van al aire sólo si son palabras necias, pero no aquellas que se emplean para que la magia que encierran haga el trabajo de dar
sentido a la existencia humana. La palabra es añoranza y también futuro, es
crecimiento y superación. La palabra se usa para enriquecer tu idioma y también a diario el corazón.
Úsala para la paz, para añorar, para amar y nunca para destruir.
En el origen divino de la palabra se fundamenta
la concordia entre todos. Si en el principio
fue la palabra, como dice el Libro Sagrado, ella es el origen de la
santidad y de la relación armónica entre las mismas palabras.
Hay que agradecer el don de la palabra que sólo
lo poseemos los seres humanos. Las palabras son un don divino que nos permite ser
humanos, sensibles y fraternales.
Tenemos que ser seres humanos con aprecio y
respeto por la palabra. Así,
seremos personas de buen carácter. O
sea, hombres y mujeres de palabra.
Comentarios
Publicar un comentario