Nobleza e Inteligencia: Aprender sin Calificaciones

 

Nobleza e Inteligencia: Aprender sin Calificaciones 

Enrique E. Batista J., Ph. D.

https://paideianueva.blogspot.com/ 

Es importante y necesario eliminar la desgastada e inútil rutina, que ya tiene más de 300 años de dura y castigadora historia, de asignar calificaciones a los alumnos. Algunos dudarían de este aserto, en parte porque la inveterada práctica de calificar (en lugar de formar, promover o cualificar) a los alumnos se ha considerado inherente, imperturbable e imprescindible en los procesos educativos. Nada de eso es cierto. 

Calificar viene del latín «qualificare»; significa, según el diccionario de la RAE, en las distintas acepciones del término: «Apreciar las cualidades de algo.  Apreciar o determinar las cualidades o circunstancias de alguien o de algo. Dicho de una persona: Probar legalmente su nobleza. Ennoblecer, ilustrar, acreditar». (https://www.rae.es/).  Apreciar, ennoblecer, determinar cualidades o circunstancias, no son exactamente lo que significan y promueven las rutinas escolares de calificación de los alumnos.

Esa práctica escolar, desde finales de los años 1700, en los albores de la primera revolución industrial,  ha oscurecido la nobleza que, en sí mismo, encierra el proceso de apreciar para promover las cualidades cognitivas, emocionales y volitivas de las personas. 

Han pasado los siglos y nadie ha podido encontrar un modo efectivo y creíble de asignar calificaciones. Las escuelas son instituciones de aprendizaje y templos de la promoción de la inteligencia de los alumnos, y de la creatividad de los maestros para motivar y suscitar logros personales y sociales de los más altos niveles. En lenguaje de estos eones digitales, las escuelas son ecosistemas de formación basados en el acceso oportuno y libre a los recursos de información para permitir generar conocimientos genuinos y promover la creatividad. 

Traigo a colación el relato de León Tolstói, titulado «Donde está el Amor, allí está Dios». Se narra en esta obra que, en una determinada ciudad, vivía un humilde zapatero de nombre Martín Avdieitch, quien residía y tenía su taller de zapatero en una solitaria pieza en el sótano de una casa; ese habitáculo tenía una ventana con mirada hacia una concurrida calle. Embarcado en su cotidiana labor con lezna, yunque, goma de zapatero y martillo de bola, por ella veía pasar a la gente. Desde el sótano por la venta sólo podía ver los zapatos de los ciudadanos transeúntes, a los cuales juzgaba o calificaba por la clase y calidad de lo que calzaban y no por las cualidades humanas de las personas, ni por la comodidad con los que pudiesen llevarlos puestos, ni por los sufrimientos por vejigas, callos ya calcificados o edemas podálicos causados por la incomodidad y tortura de zapatos muy estrechos. Tampoco le importaba el caminar desacompasado de otros con zapatos demasiados grandes, más propios de vestimenta de payasos.

 

Con su rutinaria y casi automática calificación, los agrupaba en categorías: los zapatos gastados de los pobres, los tacones muy altos y trillados de algunas damas, los pasos apresurados de los trabajadores con cordones sueltos o sin ellos, y los pies descalzos de los niños que corrían a la escuela. Al zapatero Martín Avdieitch no le importaba quienes eran esas personas, ni los sentimientos de angustia o la cruel pobreza que podían estar cargando consigo; tampoco le era menester el porqué de las prisas, la ausencia o presencia de dolores o de gloriosas fantasías que acompañaban a sus siempre potenciales clientes. 

Ni siquiera le concernía razonar del porqué algunos tenían los medios con qué comprar unos zapatos. Su oficio de zapatero remendón no le daba espacio para esas elucubraciones de índole mayor. Le importaba su oficio y la clientela que le llegaba para algunos remiendos o parches de emergencia. No le importaba nada más. Su vida eran los zapatos y él calificaba a los que usaba cada transeúnte. Podía reconocer cada par de pies, ese era su oficio de hábil zapatero remendón. La ventana era su puerta al mundo exterior. Cuando un cliente llegaba a su taller, él ya le conocía las debilidades de sus zapatos y, por ende, sin nada de rodeo, sabía qué clase de arreglo tenía que hacerles. 

Tras varios infortunios familiares, cayó en la tristeza y la depresión, esas que producen la soledad y el alejamiento de las realidades vividas por cada persona. Buscó ayuda y la encontró en el sosiego que da el Supremo Creador. Apoyado con los sabios consejos de un anciano, y mediante sucesivas epifanías, se volvió sociable, lleno de humana solidaridad; se ganó el aprecio de todos. Con la seguridad de lama buena, dejo de calificar a las personas, empezó a reconocer que más allá de sus calificaciones y prejuicios podálicos estaba cada persona repleta de bondad, de calidez y de ternura humana; las valoraciones prejuiciosas, concluyó, obnubilan la mente y causan daño a los demás. Con convencimiento de que la fe lo salvaría, concluyó que «Donde está el Amor, allí está Dios». (El lector puede leer el relato completo de Martín el Zapatero, Donde Está Dios Está el Amor, de León Tolstói aquí: https://shorturl.at/qvFFl). 

Todavía existen algunos que con conciencia o inconsciencia miran a y miden los pies de sus alumnos, y, que con prejuicio podal, ese que bien superó Martín el Zapatero, tratan a los alumnos con hiriente y corroída lezna. A todos ellos, les cabe escuchar el sabio consejo del anciano al zapatero, sentir las mismas epifanías y convencerse de que «Donde Está Dios Está el Amor» para anegar su trabajo con la dicha de la riqueza intelectual y espiritual de sus alumnos y de sus mentes fértiles, más allá de las calidades de los zapatos, demás atuendos de vestir (del celular de alta gama), de las apariencias y signos de clase o de etnia, apariencias que de seguro podrán ver en los pies o, con mente obnubilada, sobre las riquezas humanas que cada uno tiene por dentro. 

Los niños y jóvenes no asisten a la escuela para ser calificados, bien se ha resaltado, sino para ser cualificados en sus características fundamentales de personalidad sana y libre, de adquisición de los conocimientos, destrezas y valores fundamentales para una vida personal próspera para que contribuyan a la consolidación de una sociedad abierta democrática y pacífica. 

Aunque el zapato de la pobreza los apriete, no les podrá ocultar las posibilidades de aprendizaje y progreso continuo que tiene cada estudiante. A los zapatos viejos también se les tiene cariño. Bien se puede recordar, con el zapatero Martín, el tormento que representaba en otras épocas usar zapatos, en especial si eran nuevos. El zapato que convenía a cada cliente era el de la particular horma que se acercara mejor, y no por óptima y cómoda la talla al pie.  Hasta no hace mucho tiempo, el pie tenía que acomodarse al zapato y no el zapato al pie;  de ahí la tortura en que se convertía un zapato nuevo, con callos y ampollas, fijando para muchos, de por vida, un andar descompasado y desequilibrado, nada elegante, ni confortable. 

Era así porque los zapatos no estaban hechos para el confort humano. (ni para calificar a las personas) Eran, con inusitada frecuencia, una tortura, un modo de ver al demonio o anticipar las penas del purgatorio. Como reconocimiento a esas torturas y explicación existe el monumento en Cartagena de Indias llamado de los «Zapatos Viejos». En efecto, el mismo se origina en un hermoso poema del poeta Luis Carlos López titulado  «A Mi Ciudad Nativa» (https://shorturl.at/wlSW3). En el poema, el autor evoca los tiempos de la cruz y de la espada, de las calaveras que ya no llegan a la rada, el heroísmo en épocas coloniales, y ve la caterva de pendejos (vencejos, en términos poéticos) que representaban las clases dirigentes. Finaliza recalcando que su ciudad nativa, el noble rincón de los abuelos, inspira el cariño que uno les tiene a sus zapatos viejos. Así, el poeta hizo un reconocimiento universal al hecho de que no hay mejor confort que los zapatos viejos, ya domados o amaestrados, después de haber causado, como nuevos, tanta tortura y sufrimiento. 

Las escuelas bien pueden ser el noble rincón de los abuelos, aunque para ellas no han pasado los tiempos de la cruz y de la espada, la ética, la moral y el civismo, como el aceite,  ya no llegan ni en botijuelas. Son escuelas que fueron grandes en años idos y más hoy, como escribió el poeta, están llenas de rancio desaliño con mordazas que aprietan tanto a niños y jóvenes, como a sus maestros. Ahora podemos decir, con añoranza, que nos deben inspirar el cariño que todos tenemos a los zapatos viejos y, con el zapatero Martín Avdieitch, reconocer que «Donde está el Amor, allí está Dios», quien en su bondad suprema permitirá que las escuelas sean centros plenos de alegría en comunidades de alumnos y maestros plenos de sabiduría, regocijo y gozo mientras enseñan y aprenden. 

Las calificaciones escolares iniciadas, como se señaló arriba a finales de los años 1700, se crearon en una zapatería, que no fue la del zapatero remendón Martín Avdieitch. Historia que abordaré en el próximo artículo.

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

El 11 de Noviembre se Conmemora la Verdadera Independencia de Colombia

La Resistencia a la Innovación en Educación

¡Amiga!, ¡Amiga!: ¡Qué Dulce Esa Palabra Suena Hoy!