Reflexiones Sobre Falsas Creencias en la Educación que Entorpecen su Transformación

 

Reflexiones Sobre Falsas Creencias en la Educación que Entorpecen su Transformación

Enrique E. Batista J., Ph. D.

https://paideianueva.blogspot.com/

 

En algunos países, cuando llega diciembre es el fin del año escolar, mientras que en otros se tiene el receso de la Navidad. Por ello, es una oportunidad para realizar o reiterar algunos conceptos o principios sobre la importancia de sustanciales cambios en la educación para su adecuación a realidades muy diferentes que cada vez, con pasmosa aceleración, se viven en este siglo XXI. Expongo algunas creencias ideologizadas que necesitan ser superadas para poder transformar y abrir espacios para una educación que responda ya a las necesidades del progreso colectivo.

Se puede empezar con la reiteración de que la educación es un bien tan trascendental para toda la humanidad, que es el fundamento para la supervivencia de la especie. Con ella se asegura el desarrollo y progreso cultural, tecnológico, científico y ético, así como la identidad propia de los pueblos. Su desarrollo y gestión debería apuntalarse sobre verificables bases científicas y pedagógicas, articuladas con autonomía a las condiciones y necesidades de las diversas naciones y de sus respectivas comunidades y grupos culturales. Pero, como bien se sabe, la concepción y práctica de la educación, con sus diversos procesos formativos, están recorridos por una variedad amplia de concepciones ideologizadas, carentes de fundamento sólido. Es decir, lo que en ella ocurre, y debe ocurrir, está constreñido por un conjunto de creencias erróneas e imaginarias sobre la misma y sobre los criterios que deben emplearse para valorar su pertinencia y calidad. No debe ser así diría, por ser evidente en sí mismo, Mr. John Perogrullo, pero diversas prácticas en la sociedad se sustentan en tales creencias.

Un ejemplo reiterado de ello es la creencia, también avalada por algunos maestros, de que la calidad de los procesos formativos se puede inferir exclusivamente mediante exámenes periódicos en las aulas o con las pruebas estandarizadas que aplican los países y también algunas organizaciones internacionales que, sin derecho, han decidido por todos qué es la calidad de la educación y, con ello, elaborar rankings de países. Bien es sabido que esa concepción de calidad de la educación ha sido contradicha con abundante evidencia y reiteración, porque en sus resultados no se observan todos aquellos elementos que se refieren a la formación del carácter, el temperamento y  la personalidad de niños y jóvenes que deben adquirir, con participación activa en su propio aprendizaje, los valores esenciales y las habilidades socioemocionales vitales para la ciudadanía nacional y la digital, así como para los procesos de convivencia pacífica, cuidado del planeta y un desarrollo pleno y  sano de la personalidad de cada uno.

No cabe examinar a todos los alumnos sobre los mismos supuestos logros, ni una prueba nacional y menos una mundial, bajo la égida arbitraria de una agencia trasnacional, independiente de culturas, de ambientes, de condiciones, de la naturaleza de los medios educativos, de las concepciones mismas sobre la educación y del crucial rol de los maestros, de los padres de familia y de la que con más visión de innovación y transformación deben adelantar los gobiernos. Esta falsa y predominante creencia es un asunto grave que compele a los maestros y alumnos a que acepten que la calidad de sus esfuerzos formativos radica en lo que puedan medir en las pruebas estandarizadas, con el agravante de que los ominosos rankings que se elaboran con base en ellas los acusan de las supuestas carencias de logros, con desconocimiento cómplice sustentado en la ideología predominante sobre los procesos educativos.

También, en el contexto ideologizado de las prácticas escolares, heredada desde los años 1800 en el contexto de la primera revolución industrial, existe la creencia que ha forzado a maestros, alumnos y a la sociedad en general a aceptar que un único camino de formación es válido para todos y cada uno de los alumnos. Esto se mantiene a pesar de que en contextos académicos y pedagógicos en las instituciones en formación de educadores se enfatiza que los procesos formativos escolares deben ser individualizados y que no cabe la idea de un proceso formativo homogeneizado para todos, independiente del nivel de desarrollo de los estudiantes, de los valores culturales y de las relaciones inmediatas con las problemáticas de diversas índoles que  enfrentan los ciudadanos y que los estudiantes deben reconocer en su propio contexto político, social, ambiental y cultural, entre otros.

Es generalizada, así mismo, la creencia de que los procesos formativos escolares empleados en el mundo están validados por décadas de experiencia y que, por lo tanto, si funcionó en el pasado hoy deberían ser efectivos y no habría razón alguna que justifique cambiarlos. Esta es la muy conocida resistencia que la sociedad y gobiernos tienen frente a la innovación educativa. Pero, hoy se observa que los mismos alumnos están cada vez más desencantados con los procesos formativos escolares que los vuelven sujetos pasivos, lejos de poder ser partícipes en el control de sus propios procesos de aprendizajes. Desilusión y desaliento de ellos con los procesos formativos, con las escuelas del desencanto, con las profesiones, con los estudios universitarios y con la sociedad a la larga. La ausencia de percepción de la pertinencia de la formación escolar se constituye en un muy visible hecho que a todos les muestra, aunque algunos no lo quieran ver o no les importe, un servicio educativo laxo e inadecuado, abiertamente sustentado en las creencias ideologizadas sobre cómo deben funcionar las escuelas, porque seguramente funcionó en otros contextos, en otras instancias, en otros momentos en el pasado algo remoto.

En ese modelo ideologizado cabe muy bien y se sustenta en las creencias ideológicas que avalan que cada maestro pueda realizar por separado la tarea que supuestamente le corresponde a cada uno, con desconocimiento del trabajo que hacen otros y de los mismos procesos educativos y sociales que interfieren con la formación. Así, se tiene una escuela aislada de la sociedad, del mundo, de la crisis climática, del desempleo, la pobreza, la desigualdad y la exclusión que la misma estructura ideologizada de la educación contribuye a crear en grado superlativo. Escuela aislada de la preocupación de padres de familia; aislada por la indiferencia de los gobiernos; aislamiento (o sea, a manera de islas) que fuerzan el mantenimiento de procesos de formación carentes de la necesaria pertinencia; escuelas aisladas de los avances científicos, tecnológicos que afectan y condicionan el comportamiento y las aspiraciones de los alumnos. Escuelas aisladas de la naturaleza atropellada, del calentamiento global, la biodiversidad; aisladas de la conciencia de la pluralidad de culturas;  escuelas aisladas de las esenciales consideraciones éticas necesarias para una vida social sana; escuelas aisladas de la democracia, de la preservación de los derechos fundamentales y de los procesos para construir sociedades solidarias e igualitarias; aisladas, porque la misma educación promueve la desigualdad y la exclusión; aislada, porque el sustento ideológico de la escuela es la exclusión y la promoción de los más «aptos», con ese criterio darwiniano.

Como también se ha mencionado, existe la creencia sobre consuetudinarias prácticas  educativas que fundamentan la certificación del progreso escolar  en la graduación, la asignación de grados como si se empleara un termómetro, gradación que se realiza  mediante la asignación de calificaciones (recuérdese en inglés, calificación = grade) con base en las cuales se llega  la certificación de sí se ha aprobado un determinado grado escolar (sí, grado, como el del termómetro) que supuestamente  habilitaría para subsiguientes logros, pensados con otra falsa creencia de que estos se alcanzan de modo lineal. Como he mencionado en otra oportunidad, los grados de logros y la escuela graduada no tienen necesariamente espacio en la sociedad actual del siglo XXI.

Se piensan, se estimulan, se promueven ambientes y sistemas de creencias en donde progresar es acumular calificaciones más grandes, más altas (por eso se habla y calcula el promedio de las calificaciones) y no en ser creativo, en tener riqueza interior, en entender y solucionar problemas, en emprender, entre otros logros, soluciones a problemas o alcanzar productos materiales, sociales o espirituales mediante variedad de proyectos de aprendizaje.

La escuela como lugar de secrecía se rige por los principios de la «caja negra», los cuales se refieren a que, vista desde afuera y aun desde dentro, no se entiende, ni se sabe qué ocurre en ella, ni tampoco en la mente y corazón de los estudiantes, o de las influencias positivas o negativas que se dan alrededor de la escuela misma. Navegamos en una concepción de escuela en donde existe una fantasía de que ahí se pueden dar procesos formativos importantes, pero que no se puede dar fe de que efectivamente está ocurriendo de esa manera.

Tenemos una escuela en donde no se enseña y no se aprenden comportamientos democráticos, ni se promueven convicciones favorables a un Estado Social de Derecho. Así mismo, leer con intensidad y escribir con entusiasmo creciente no son nada importantes, como no lo son el pensamiento crítico, la innovación, el comportamiento ético, la comprensión de hechos y realidades o las explicaciones sólidas de fenómenos y problemas que los alumnos viven, los encuentran a diario y que afectan su vida presente y futura.

 

 

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